La ardilla, el cálido peluche olvidado.


Amanezco en el campo, congelado y dormilón, arrullado por los cantos de las aves más madrugadoras, como mirlos, petirrojos o chochines. Quieto como el bosque, aguardo aterido, espero poder atisbar quizá aquello que siempre ocurre a nuestras espaldas. Hay que mirar con otros ojos, ojos que perdimos en la escuela, en esta sociedad de la inmediatez, del ya y del ahora, en la que solo importa lo que vemos, mucho menos lo que sabemos y menos aún lo que imaginamos o lo que soñamos. En cambio la Naturaleza solo se abre a nuestros ojos si la observamos, si la imaginamos o la soñamos, no vale con verla, ni siquiera con mirarla. Y pronto, empiezan a pasar cosas ante mí que me reconcilian con la vida y con la tierra, que alimentan mi alma: una pareja de hermosísimos herrerillos capuchinos, el paso fugaz del martín pescador, flecha azul reflejada en el agua tranquila, los amores de una pareja de mirlo acuático, el vuelo elegante, como un velero, del cada vez más escaso milano real, el alboroto desordenado del arrendajo en el robledal cercano, o el vuelo leve de una bolita de plumas pegada al final de una larga cola, los mitos. Y en estas estaba cuando noto que alguien me observa, y al girarme te veo sobre el pasto helado, mirándome, quieta, como un juguete olvidado, como un peluche cálido en la cuna de un niño. Imagino que sabes que soy inofensivo.... sueño que sabes que soy tu amigo, deseo que percibas mi amor y mi gran estima. Tras unos segundo vuelves a tus quehaceres y yo a los mios. Y con eso vuelvo a la muerte que es salir del Bosque, a ver lo que siempre se ve y siempre se oye, dónde todo es consumo y uno es solo lo que posee. Algún día no volveré.

Juan Goñi

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